viernes, 26 de octubre de 2012

MIRAR CON LOS OJOS DE LA FE


Para los que leéis mis anotaciones y sois creyentes, seguro que no os sorprenderé con este relato si os digo que es posible contemplar hoy el rostro de Jesús. Sí, amigo, Él sigue entre nosotros.
 
Me explicaré. Era la madrugada del cuatro de octubre. Un sábado de tantos. Cogí mi mochila y salí rumbo a descubrir nuevos paisajes y costumbres de estas sencillas gentes enclavadas en aldeas apartadas de las rutas turísticas y cuyo único medio de acceso es el senderismo.

Antes de llegar a Calca, bajé de la “combi”(1) y atravesé el río Vilcanota por el puente colgante llamado “Carolina”. Un sendero tortuoso y de empinada ascensión dificultaba mi respiración, obligándome a reposar y recuperar fuerzas con frecuencia. Nada de sentarme; cámara en mano intenté tomar instantáneas del hermoso Valle Sagrado que tenía a mis pies.

Surgió en mi interior una acción de gracias al Creador por tanta belleza. Veía cercanos los cerros que superan los 4.000 de altitud, las viviendas rústicas que no dejan de tener su encanto, los rostros quemados por el sol de transeúntes que se cruzan en mi camino, restos arqueológicos en la lejanía, vegetación (cactus) en una tierra árida exhibiendo sus flores acampanadas; todo ello acompañado con el canto melodioso de las aves en libertad. En medio de este majestuoso espectáculo de reposo y vida, ¡cómo no exclamar con Francisco!: “Loado seas, mi Señor, por todas tus criaturas…”
                                    (Pulsando 2 veces sobre la fotografía, aumentará de tamaño)

Tras una hora de ascenso llegué a una pequeña aldea. Era mi objetivo. Un saludo salió de mis labios hacia los moradores de la primera vivienda. Dos mujeres, tres niñas y un caballero completaban el grupo. Frente a la casa, un diminuto rellano hace las veces de patio. Las niñas, entretenidas con piedrecitas sobre el suelo de tierra, parecen estar ajenas a la conversación de los adultos. Uno de ellos, el caballero, se ausenta en breve del lugar; al parecer ha venido a comprar chicha(2).

Yo, apoyado sobre una piedra, observo detenidamente a las tres niñas. Una de ellas, la mayor, ha cautivado y centrado mi atención. No tardo en emitir unas preguntas a la señora que creo se mueve con mayor dinamismo y que a partir de ahora identificaré con el nombre de Yesenia.
-  ¡Mamita!(3), ¿es su hija?
-  Sí.
-  ¿Qué edad tiene?
-  Trece años.
En esos momentos quedo en silencio. La respuesta no concuerda con lo que están viendo mis ojos y añado:
-  ¿Qué le pasa? Observo que…
-  No sabe hablar.   - Contesta la madre cortando mi intervención-.
-  ¿No…?
Y ante mi extrañeza añade:
-  Es algo sorda y soló emite sonidos.
Acerco mi mano al rostro de la niña y trato de diseñar sobre él un gesto cariñoso para conseguir una sonrisa, o una expresión distinta en su rostro.

Nada. En ese momento acude a mi mente el relato que Rudyard Kiplig sobre Mowgli. Aquel niño protagonista de  “El libro de la selva”, al que la vida le ha negado todo contacto con la civilización.
Un tanto desconcertado por esta realidad y... tras otro prolongado tiempo en silencio, añado:
-  ¿Son hermanitas las tres?
-  No.   - contesta Yesenia -. Las dos pequeñas son hijas de mi hermana. Ella se hace cargo de mi hija cuando yo me tengo que marchar a la chacra(4)
El rostro y el tono de voz de Yesenia ha ido cambiado. Dos lágrimas se deslizan por sus mejillas, que trata de limpiar con la manga de su “chompa”, (5) a la vez que se giraba para evitar mi mirada.
-  ¿Qué puedo hacer con mi hija? ¡Ayúdeme!
Un nudo se hizo en mi garganta que me dejó sin palabra. No podía quedarme indiferente. Afloraban en mi mente los valores del Reino: “Lo que hicisteis a uno de estos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Pero… ¿Qué hacer? Soy un extraño para estas gentes. ¿Y… si Dios les ha puesto en mi camino?
-  Volveré la próxima semana.  – Contesté -.
El rostro de Yesenia se volvió a iluminar, a la vez que dirigía nuevamente su mirada hacia mí. Con voz aún entrecortada y mostrándome su celular (6) añadió:
-  Este es mi número.
Miré una y otra vez aquella pantalla gastada por el uso y no logré descifrar los dígitos.
-  9, 8, 4,…
Uno a uno fue dictándome de memoria los nueve números.
Yo, que no soy experto en el arte de estas nuevas tecnologías, tomé nota escrita en mi libreta de lo que Yesenia me dictaba. Coloqué mi pequeña mochila a la espalda con la intención de emprender mi regreso, cuando nuevamente intervino Yesenia. 
-  ¿Se va hacia Calca?
-  No. Iré por el mismo sendero que de subida, hasta llegar al puente “Carolina”.
En mi interior, aún seguía impresionado por la situación de aquella niña que permanecía de cuclillas desde mi llegada. Algo más quería saber sobre ella antes de mi partida. Así que pregunté:
-  ¿Sabe caminar?
-  No.  - Me contestó la madre -. Se cansa mucho y no la podemos llevar con nosotros. La dejamos al cuidado con mi hermana.
La respuesta creó en mí, más incertidumbre. ¿Será una atrofia muscular? ¿La habrán tenido encerrada sin ejercitar la sicomotricidad?...

Una ayuda económica deposité en las manos de Yesenia antes de emprender mi descenso hasta lo profundo del Valle. Allí dejé también, en el corazón de Yesenia, la promesa de volver para aportar algo de luz a su sufrimiento. Un abrazo sentido fue su despedida.

1 comentario:

  1. Me ha gustado leer esto que escribes. Vale entre otras muchas cosas para que no se nos olvide a los que vivimos en en primer mundo? Ordenar de nuevo la escala de valores si la tenemos desajustada y dar importancia a las cosas que la tienen...

    ResponderEliminar