Para los que leéis mis anotaciones y
sois creyentes, seguro que no os sorprenderé con este relato si os digo que es
posible contemplar hoy el rostro de Jesús. Sí, amigo, Él sigue entre nosotros.
Me explicaré. Era la madrugada del cuatro de
octubre. Un sábado de tantos. Cogí mi mochila y salí rumbo a descubrir nuevos
paisajes y costumbres de estas sencillas gentes enclavadas en aldeas apartadas
de las rutas turísticas y cuyo único medio de acceso es el senderismo.
Antes de llegar a Calca, bajé de la “combi”(1)
y atravesé el río Vilcanota por el puente colgante llamado “Carolina”. Un
sendero tortuoso y de empinada ascensión dificultaba mi respiración,
obligándome a reposar y recuperar fuerzas con frecuencia. Nada de sentarme;
cámara en mano intenté tomar instantáneas del hermoso Valle Sagrado que tenía a
mis pies.
Surgió en mi interior una acción de gracias al
Creador por tanta belleza. Veía cercanos los cerros que superan los 4.000 de
altitud, las viviendas rústicas que no dejan de tener su encanto, los rostros quemados
por el sol de transeúntes que se cruzan en mi camino, restos arqueológicos en
la lejanía, vegetación (cactus) en una tierra árida exhibiendo sus flores
acampanadas; todo ello acompañado con el canto melodioso de las aves en
libertad. En medio de este majestuoso espectáculo de reposo y vida, ¡cómo no exclamar
con Francisco!: “Loado seas, mi Señor, por todas tus criaturas…”
(Pulsando 2 veces sobre la fotografía, aumentará de tamaño)
Tras una hora de ascenso llegué a una pequeña aldea.
Era mi objetivo. Un saludo salió de mis labios hacia los moradores de la
primera vivienda. Dos mujeres, tres niñas y un caballero completaban el grupo. Frente
a la casa, un diminuto rellano hace las veces de patio. Las niñas, entretenidas
con piedrecitas sobre el suelo de tierra, parecen estar ajenas a la
conversación de los adultos. Uno de ellos, el caballero, se ausenta en breve
del lugar; al parecer ha venido a comprar chicha(2).
Yo, apoyado sobre una piedra, observo detenidamente
a las tres niñas. Una de ellas, la mayor, ha cautivado y centrado mi atención.
No tardo en emitir unas preguntas a la señora que creo se mueve con mayor
dinamismo y que a partir de ahora identificaré con el nombre de Yesenia.
- Sí.
- ¿Qué
edad tiene?
- Trece
años.
En esos momentos quedo en silencio. La
respuesta no concuerda con lo que están viendo mis ojos y añado:
- ¿Qué
le pasa? Observo que…
- No
sabe hablar. - Contesta la madre cortando mi intervención-.
- ¿No…?
Y ante mi extrañeza añade:
- Es
algo sorda y soló emite sonidos.
Acerco mi mano al rostro de la niña y trato de diseñar
sobre él un gesto cariñoso para conseguir una sonrisa, o una expresión distinta
en su rostro.
Nada. En ese momento acude a mi mente el relato que
Rudyard Kiplig sobre Mowgli. Aquel niño protagonista de “El libro de la selva”, al que la vida le ha
negado todo contacto con la civilización.
Un tanto desconcertado por esta realidad y... tras
otro prolongado tiempo en silencio, añado:
-
¿Son hermanitas las tres?
-
No. - contesta
Yesenia -. Las dos pequeñas son hijas de mi hermana. Ella se hace cargo de mi
hija cuando yo me tengo que marchar a la chacra(4)
El rostro y el tono de voz de Yesenia ha ido
cambiado. Dos lágrimas se deslizan por sus mejillas, que trata de limpiar con la
manga de su “chompa”, (5) a la vez que se giraba para evitar mi
mirada.
- ¿Qué
puedo hacer con mi hija? ¡Ayúdeme!
Un nudo se hizo en mi garganta que me dejó sin
palabra. No podía quedarme indiferente. Afloraban en mi mente los valores del
Reino: “Lo
que hicisteis a uno de estos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Pero…
¿Qué hacer? Soy un extraño para estas gentes. ¿Y… si Dios les ha puesto en mi
camino?
- Volveré
la próxima semana. – Contesté -.
El rostro de Yesenia se volvió a iluminar, a la vez
que dirigía nuevamente su mirada hacia mí. Con voz aún entrecortada y
mostrándome su celular (6) añadió:
- Este
es mi número.
Miré
una y otra vez aquella pantalla gastada por el uso y no logré descifrar los
dígitos.
- 9,
8, 4,…
Uno
a uno fue dictándome de memoria los nueve números.
Yo,
que no soy experto en el arte de estas nuevas tecnologías, tomé nota escrita en
mi libreta de lo que Yesenia me dictaba. Coloqué mi pequeña mochila a la
espalda con la intención de emprender mi regreso, cuando nuevamente intervino Yesenia.
- ¿Se
va hacia Calca?
- No.
Iré por el mismo sendero que de subida, hasta llegar al puente “Carolina”.
En mi interior, aún seguía impresionado por la
situación de aquella niña que permanecía de cuclillas desde mi llegada. Algo
más quería saber sobre ella antes de mi partida. Así que pregunté:
- ¿Sabe
caminar?
- No. - Me contestó la madre -. Se cansa mucho y no
la podemos llevar con nosotros. La dejamos al cuidado con mi hermana.
La
respuesta creó en mí, más incertidumbre. ¿Será una atrofia muscular? ¿La habrán
tenido encerrada sin ejercitar la sicomotricidad?...
Una
ayuda económica deposité en las manos de Yesenia antes de emprender mi descenso
hasta lo profundo del Valle. Allí dejé también, en el corazón de Yesenia, la
promesa de volver para aportar algo de luz a su sufrimiento. Un abrazo sentido
fue su despedida.
Me ha gustado leer esto que escribes. Vale entre otras muchas cosas para que no se nos olvide a los que vivimos en en primer mundo? Ordenar de nuevo la escala de valores si la tenemos desajustada y dar importancia a las cosas que la tienen...
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