Yo, Juan Bautista De La Salle



¡Hola! Me llamo Juan Bautista De La Salle. Nací en Francia un 30 de abril de 1651. Como ves, Hace más de trescientos cincuenta años. La ciudad de Reims, famosa por su catedral, me vio nacer.

       En Europa muchos países están en luchas religiosas entre sí. Francia, España, Italia y Austria eran países católicos; Alemania y otras regiones eran protestantes. Yo nací en Francia, así que soy católico.

Fue bautizado el mismo día de nacer
De niño y de joven viví en Reims que es una gran ciudad. Tuve una familia estupenda. Mi padre era juez y aficionado a la música y las artes. Mi madre fue una gran mujer, amante de la familia. Mis abuelos maternos fueron de esa clase de abuelos que todo niño debería tener en su vida, siempre transmitiendo cariño y dando ánimos a los nietos. Ellos me enseñaron a rezar.

En total tuve diez hermanos, pero cuatro de ellos murieron de pequeños. De los siete que sobrevivimos, yo fui el mayor y desde muy joven tuve que asumir una buena parte de responsabilidad sobre la vida de mi familia. Aunque mis padres pertenecían a una clase social acomodada, para los pobres de aquellos tiempos, nosotros éramos muy ricos.

A pesar de que había mucha ignorancia y superstición, en Francia se vivía un clima muy religioso. Mis padres eran cristianos convencidos. Las fiestas eran muy suntuosas. Nuestros héroes y heroínas en aquellos días eran los santos y santas. A mi abuela le encantaba contarme la “vida de los Santos” cuando yo era muy pequeño.
Una cosa del S.17 me confundía. La diferencia entre ricos y pobres era abismal. Los ricos miraban con desprecio a los pobres y los pobres miraban a los ricos con odio.
 Un ciudadano normal no sabía leer ni escribir. Ambas cosas se consideraban un lujo. Las escuelas eran malas y los maestros peores.
La jerarquía eclesiástica estaba muy ligada al poder del Estado y se ponía más al lado de los ricos que de los pobres, viviendo como grandes señores.

Yo mismo en mi juventud vivía bastante bien. Vestía elegantemente y menospreciaba a los pobres. Fui a estudiar a un colegio llamado “Bonorum Puerorum” nombre que se puede traducir por algo así como Colegio para “Niños Bien”. Allí estudié todo lo que se podría considerar como escuela primaria, secundaria y parte de la universidad.

A los 18 años me gradué en la Universidad de Reims. Y un año después dejé mi casa y me fui a Paría para realizar los estudios sacerdotales. Mis padres no pusieron demasiada resistencia; y eso que los primogénitos, como yo, debían continuar la profesión de sus padres y heredar sus títulos y riquezas.
J.B.Salle, joven canónigo
Algunos acontecimientos familiares cambiarían un año después todos mis planes. Mi madre fallecía a los 36 años y al año siguiente moría mi padre con 47 años. Piensa que yo tenía 20 años y me vi obligado a volver a casa para hacerme cargo de mis hermanos y gestionar nuestras propiedades.

Así que, a los 21 años, era el cabeza de familia y, a la vez me preparaba para el sacerdocio. Según la ley francesa de aquellos tiempos, yo aún era menor de edad. La mayoría se alcanzaba a los 25 años.
En los asuntos económicos recibí mucha ayuda de mis abuelos para gestionar la herencia.
Mi hermana pequeña ingresó en un convento y otros dos se hicieron sacerdotes.
La vida no fue fácil para nosotros. Además de la muerte inesperada de mis padres y de cuatro hermanos pequeños, mi hermana, la religiosa, murió a los 25 años, y mi hermano menor tuvo que ser enviado a un centro psiquiátrico.
 

Con mucho esfuerzo y sacrificio logré terminar la carrera con la máxima calificación(“Summa cum laude”) y saqué el doctorado en teología. Hasta que en 1678 fui ordenado sacerdote.


Un día visitando a unas religiosas dedicadas a la enseñanza me encontré con Adrián Nyel. Un hombre valiente y comprometido con los pobres para quienes fundaba escuelas.

Con él hice una buena amistad y me ayudo a ver claro lo que debía hacer en mi vida. A ambos nos preocupaban los niños pobre que pululaban vagabundos por las calles de Reims.
       
Yo tenía 30 años cuando invité a Nyel a mi casa. Una señora rica de Reims me pidió que abriera otra nueva escuela que quedó bajo mi responsabilidad. Un párroco amigo pagó  a los maestros un pequeño salario y yo alquilé una casa para que vivieran juntos.

Un día invité a media docena de maestros a vivir en mi casa. La familia pensó que me había vuelto loco. Hasta uno de mis hermanos se marchó de casa.

Con el tiempo decidimos llamarnos Hermanos en vez de maestros y nos vestimos todos con un mismo tipo de ropa, aunque algunos se burlaban de nuestro aspecto.

Todo esto coincidió con una época de hambre y duro trabajo en las escuelas. El invierno de 1684 y 1685 fue cruel tras las guerras y una terrible ola de frío que azotó Francia.

Algunos Hermanos encontraron demasiado dura esta forma de vivir. Uno de ellos murió de agotamiento. Intenté inspirarles confianza en la Providencia de Dios, pero ellos me decían; “tú tienes las espaldas cubiertas”. Reñían razón. Así que pedí consejo a un santo sacerdote que me dijo: “Renuncia a tus bienes y privilegios y da tu dinero a los pobres de la ciudad, que se están muriendo de hambre”.

Había que jugárselo todo a una carta y eso fue lo que hice. Mi sitial en el coro de la catedral y el sueldo que representaba se lo entregué a un sacerdote pobre. Vendí mis bienes y el dinero lo repartí con pan entre los pobres. En poco tiempo me había quedado sin nada. ¡Sólo Dios! Los Hermanos nos habíamos convertido en seguidores radicales del Evangelio.

En 1686 celebramos una Asamblea General. Al final de la misma, doce de nosotros hicimos votos de obediencia por tres años y para celebrarlo fuimos de peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de la Alegría. Yo tenía 35 años.
En años sucesivos vinieron nuevos problemas. Me vi enfrentado a autoridades eclesiásticas, grupos de maestros que cobraban por enseñar, denuncias judiciales y muerte y abandono de algunos Hermanos. Para empeorar más las cosas, mi salud tampoco iba muy bien.

Cinco años más tarde, en 1691, tres de nosotros nos armamos de valor y nos comprometimos, mediante un voto, a mantener las escuelas hasta el final de nuestras vidas.

Nuestras obras se esparcieron por toda Francia. Incluso enviamos un Hermano a Roma para que abriera allí una escuela.
Los padres y alumnos valoraban muy positivamente nuestras escuelas. Los Hermanos amaban su trabajo y eran conscientes de que respondían a una llamada de Dios.

Algunos dicen que fui pionero en la implantación de ciertos métodos de enseñanza. Por ejemplo enseñábamos en francés, no en latín. Sólo los ricos podían permitirse el lujo de aprender el latín. Hablando claro, era la forma que tenía el Estado para mantener a los pobres en la ignorancia. No te puedes imaginar las críticas que cayeron sobre mí por esta innovación.

 Otra cosa que inicié fue enseñar a todos los alumnos de la clase a la vez en lugar de enseñar a cada niño individualmente. Nos vimos obligados a esto por los muchos niños que venían a nuestras clases.

Yo quería que los Hermanos no sólo enseñaran y conocieran a sus alumnos, sino que les amaran con la ternura de una madre y con la firmeza de un padre.

En nuestras escuelas no se cobraba absolutamente nada a nadie pero se enseñaba bien. Seguíamos abriendo más y más escuelas sin que faltaran dificultades de todo tipo. Hasta llegué a perder un juicio por la traición de un amigo.

Llegué a escribir muchas cartas a los Hermanos para alentarles. También una docena de libros para la buena marcha de las escuelas y de las Comunidades.

No te oculto que a mis 60 años me sentía físicamente cansado y agotado psicológica y espiritualmente. Poco a poco empecé  a sentirme vacío. Además, me creía el único culpable de muchos de los problemas. Estaba quemado y agotado.


En 1712 viajé al sur de Francia a visitar a un Hermano. Me quedé allí más de dos años tratando de poner orden en mi interior. Disfruté de la paz en una ermita de Parmenia donde vivía una santa mujer a quienes la gentes del lugar la tenían por una santa. Hasta que un día, los Hermanos de París me enviaron una carta ordenándome que regresara.  Era 1714 y tenía 63 años.

Cinco años más tarde fallecí. Recuerdo que era el Viernes Santo de 1719.  Algunos   escribieron  mi  vida  y  dicen  que cuando  morí  la  gente  exclamaba  por  la  calle: “Ha  muerto  un  santo”.
También, en 1900, la Iglesia me incluyó en la lista de los santos.

Tal vez estés pensando que los muertos  nunca escriben su vida. Tienes razón, pero no toda. La vida de los grandes santos perdura en la memoria del pueblo cristiano y su ejemplo es imitado por jóvenes de todas las generaciones. Su eco nunca se apaga.

Hoy también hay personar que viven de la fama que les proporciona el dinero, la política, la música, el cine o el deporte. El recuerdo de su nombre se lo llevará la primera brisa del olvido que sople.  Pero hay también héroes y heroínas que se lo han jugado todo por Dios, y su vida y su muerte han abierto nuevos caminos de libertad y dignidad para el hombre. ¿Quién no ha oído hablar de Gandhi, de Luther King, de Oscar Romero o de la Madre Teresa?

Además, quiero que te fijes es estos otros héroes de todos los tiempos. Son gente normal como tus padres, o algún otro familiar; la hermana de algún amigo tuyo que cuida a sus padres ancianos; el profesor que va más allá del contrato laboral, para ayudar a los más retrasados de la clase; la esposa a quien el cáncer le arrebató su marido y es capaz de ponerle ilusión a la vida y sacar a sus hijos adelante con una sonrisa en los labios y una gran confianza en Dios; los que ofrecen su tiempo y su amor en recuperar a jóvenes drogadictos o en otros tipos de voluntariado. Ellos, créeme, son auténticos héroes de tu mundo.

Uno como estos fue Juan Bautista De La Salle. Tuvo carne y huesos, mente y corazón. Se vació a sí mismo en entrega para que otros llenaran su vida de felicidad. Fue y sigue siendo un hombre de los que unen el cielo con la tierra.